Por pura casualidad, he leído estos dos cómics uno detrás de otro, sin separación ni de obra ni de género. Acabé uno, comencé el siguiente. Son tan distintos como podamos prever. Uno es un cómic europeo, realista, y realizado enteramente por un único autor. El otro es norteamericano, claramente imbuido de ciencia-ficción, y a cargo de dos autores. Y he podido comprobar lo que señala Julian Barnes: cómo dos cosas unidas por primera vez revelan una sorprendente capacidad de influirse mutuamente. Mejor citado, lo que dice Barnes es que esa unión tiene la capacidad “de cambiar el mundo”; pero un cambio mundial quizá sea demasiado esperar de una simple yuxtaposición.
Por otra parte: ¿qué significa ‘realista’? ¿Es norteamericano un cómic dibujado por un barcelonés?
“El fin de todos los agostos”, de Alfonso Casas
Tal vez la edad adulta comienza en el momento en que no deseamos que se repita el verano que acaba de terminar. Se aleja su cola de arena, y su paso es inseguro. Hemos descubierto que la vida cojea. Hasta entonces, al verano siguiente solo le pedíamos que repitiera el verano anterior, palmo a palmo. Sin sospechar que mientras tanto nuestros ojos se iban estirando, perdiendo la redondez del asombro y tomando la forma puntiaguda de la sospecha. Tardaríamos en hacernos responsables del desencanto.
Alfonso Casas es autor total de “El fin de todos los agostos”. Dani, el protagonista, vuelve al pueblo de verano de su infancia. Es fotógrafo, y quiere volver a fotografiar las estampas del pueblo que captó con su primera cámara, de niño y adolescente. Está a punto de casarse y algo parece frenarlo. En el pueblo desertado por los turistas, se reencontrará con el hombre del que, de niños, se decía que había matado a su mujer y siempre andaba solo, y que por fin será una persona. Se asomará al bar que ahora regentan otros. Se producirá, quizá, algún encuentro temido y deseado.
Puede parecer no big deal este cómic de personajes con orejas enormes como badajos, humanos de brazos que parecen no tener articulaciones, dibujados con un humor de manga y una fragilidad común a todos. Hay algunas páginas en papel cebolla, irrupciones de momentos privilegiados del pasado. Páginas que tienen en común con la nostalgia estas dos propiedades: una, que, como la nostalgia,trasparentan el tiempo y nos confunden al no poder ser ya quienes vivimos aquello, sino quienes recordamos haberlo vivido; dos, que plantean una pregunta a veces insoportable: cómo hemos llegado a ser quienes somos, si una vez fuimos otros. Cosas que ya preocuparon al enojado Heráclito.
Detectamos enseguida el esquema del color: las escenas del pasado están coloreadas en torno al sepia, a la carne repleta de vida; y las escenas recientes lo están de un gris apagado, apenas azul. Ya dijo Bernardo Maneses que la entropía marca la vida del universo y la de cada uno de nosotros, que recorremos el camino que va desde la explosión inicial hasta el enfriamiento. Así mismo, en “El final de todos los agostos” el color es significativo, y un cambio de color en el último momento (de color, no de escena), marca una revelación y quizá un giro dramático que ya no leeremos. Si la frase anterior no es lo bastante clara, es porque quiero decir y no decir, a la vez. Igual que Dani, que no lo quiere admitir todo: y lo que no quiere admitir, el lector no lo ve no claridad, porque no termina de aparecer en las viñetas. La duda del personaje se convierte en una norma para Casas, cuyo lápiz calla lo que Dani no mira; y se convierte en una incapacidad, un recelo, para nosotros.
Puede parecer no big deal este cómic. Pero mejor leerlo y verlo para no dejarse resfriar por un textito crítico. En un aforismo muy bello y penetrante, Ramón Eder dice que “todos recordamos haber estado a bordo del Titánic”. Todos recordamos, también, el fin de los veranos ofuscados por un sol sin interrupciones, incluso si no hemos tenido vacaciones marinas, ni calle mayor con luces de fiesta,ni pueblo que se deshace en escalinatas hasta la orilla. Recordamos haber estado ahí, en ese pasado de leyenda, y también recordamos haber subido a la barca de la desilusión. Entonces, puede ser, la edad adulta comienza de verdad cuando entendemos que la decepción es una forma de reconocer la libertad de la vida. La de la vida, y también la propia.
“The private eye”, de Brian K. Vaughan y Marcos Martín
A años-luz de “El final de todos los agostos”, “The private eye”. Años-luz en el tiempo narrado: es el año 2076, Madonna ha muerto y hay estatuas suyas en los jardines. En la tradición: es cómic norteamericano, aunque el dibujante (Marcos Martín) y la colorista (gran Muntsa Vicente) son barceloneses. En la mirada al pasado: en “El final…” el pasado es el lugar de las decisiones no tomadas, mientras que en “The private eye” el pasado es un lugar del que felizmente se ha huido.
Pero hay que hablar más de esto último. El guión de Brian Vaughan gira con habilidad varios clichés (lo digo con cariño: el cliché narrativo crece, se desarrolla y muere, y no hay nada malo en que sea así). Así es el mundo futuro de “The private eye”: a) El cataclismo que separa el tiempo actual de un pasado feroz es el estallido de la nube, que desparramó todos los conocimientos y los datos almacenados en ella. Ese apocalipsis de datos es considerado por la mayoría como el inicio de una edad mejor b) Pero hay señales de nostalgia por doquier: carteles de “El halcón maltés”, Arcade Fire, novelas de Sue Grafton y de Joseph Heller c) La prensa y la policía se han convertido en un único cuerpo d) La identidad privada -el privilegio y la condición de supervivencia de los superhéroes- es ahora moneda común. Todo el mundo va disfrazado y con máscaras, menos los más pobres, los rebeldes, y los menores de edad, que tendrán que esperar a la mayoría para acceder al distintivo de la madurez, es decir, la intimidad, el secreto, el anonimato e) Los coches vuelan, como en casi todo futuro que se precie f) No se puede jugar en red
El dibujo de Marcos Martí es ultraexpresivo. En su análisis de sangre puede encontrarse a Eduardo Risso, a Darwyn Cooke, no sé si añadira David Mazzuchelli, Sean Phillips, incluso Frank Miller. Pero uno reconoce a quien conoce, y tampoco merece la pena enredarse en genealogías. Martín integra bien las lecciones de esos maestros –o a quienes considere maestros-, no se mimetiza con ellos, y tiene un sentido de la planificación, el ritmo, y el juego de cámara de quien sabe que también el enfoque narra. El trabajo de Muntsa Vicente es espléndido: colores planos que no tiene nada de tediosos (a veces, son falsamente invariables) y que se entienden con el dibujo con una complicidad envidiable.
Los dos, Martín y Vicente, están atentos al lado cómico del guión. Porque el género negro -al que pertenece este cómic-, como todos los géneros de armadura, tiende a calcificarse en su propia parodia;y si ha sobrevivido hasta ahora es porque ha sido capaz de reconvertirse, de dejar de ser él mismo; por ejemplo, a través dela ironía que hace perdurar lo que en apariencia se descarta. De modo que Vaughan, en uno de sus mejores guiones, parece decir que el futuro que esperábamos ha quedado atrás; que el delito es la nostalgia y el criminal, un tipo con ínfulas de liberador al que nadie le ha pedido nada pero que, quizá, tenga algo de razón. Que lo íntimo y lo secreto no tienen por qué coincidir. Que se puede ser investigador privado sin tener carnet de conducir, y que basta una sudadera para camuflarse. Todo en este cómic del que lo peor que puede decirse es que es entretenidísimo. Sin que eso suponga un de mérito: Oscar Wilde, el contemporáneo de vocación, afirmaba que lo divertido no era lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido. Pues, eso.
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