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De Jorge Benítez En Opinión

Nada en común

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Es razonable pensar que Virgilio, además de gran poeta, era celíaco. Lo que pasa es que entonces no se sabían esas cosas. Lo que nos dicen los antiguos es que era una persona de estómago delicado. También nos dicen que era alto, de tez morena y que tenía manos de campesino (grandes y propensas a los sabañones), pero a lo mejor esto se dijo para promocionar sus Geórgicas. Sea como sea, el cuadro general que nos llega de él es el de una persona introvertida, laboriosa, de salud delicada y con pocas habilidades sociales. Lo que a Virgilio le gustaba de veras era retirarse a su casa en las afueras de Nápoles, con su esclavo y amante, a escribir por las mañanas y corregir por las tardes.

Nos ha llegado también el relato de un viaje que hizo con sus amigos Vario y Horacio a Bríndisi, acompañando a la comitiva militar de Octavio que iba a encontrarse con Pompeyo. Por aquel entonces, los buenos escritores eran un atributo del poder: la plebe escuchaba los versos de los grandes poetas en representaciones callejeras y para cualquier político era mejor que sus sátiras apuntaran hacia el contrario. Ese era el papel que Octavio había asignado al trío de literatos: amedrentar a Pompeyo para forzar una tregua en la guerra civil.

Claro, en aquella época Octavio aún no sabía que era Octavio Augusto, ni Horacio conocía el significado de ser Horacio. Tal vez Virgilio sí comenzaba a convencerse de que era Virgilio. Y sorprende su amistad con Horacio, que es su contrario. Horacio es bajito, entrado en carnes, vital, tragaldabas, optimista y bebedor. Sólo cabe imaginar una amistad entre personas tan dispares por una comunión en lecturas, en criterios artísticos.

Estoy pensando en ese momento del viaje en que la comitiva de Octavio pasa por Nápoles (por Parténope) a recoger a Virgilio mientras miro en Google Maps un caserón de un solo piso y tablas rojas ubicado en Kansas City. He llegado a él después de encontrar en una web la dirección del Ol’ Kentuck barbecue-and-jazz, el restaurante en cuya puerta Dizzy Gillespie fue presentado a Charlie Parker. Según la leyenda, después caminaron calle abajo hacia el local 627, la Unión Musical Afro-Americana, a perpetrar una revolución musical.

Dizzy era divertido, vital y sanote. Parker era un personaje tormentoso, autodestructivo y yonqui. En aquella época a Dizzy le bastaba con ser Dizzy, cuando cualquier músico se hubiera conformado con la mitad. Dizzy sólo tenía que aparecer en el bolo, intercambiar unas bromas, lograr que todo el mundo se sintiera cómodo a su alrededor y hacer magia con su trompeta. A Parker le daba igual si era Parker o no. La prueba es que durante sus viajes nocturnos en la línea de metro circular de Nueva York solía quedarse dormido y olvidarse el saxo bajo el asiento.

Ahora el Ol’Kentuck es un local sin letrero y aspecto de llevar siglos clausurado: tiene el aspecto dormido que tienen los sitios históricos cuando su secreto se ha olvidado o ha dejado de importar. Estoy pensando en Virgilio y Horacio ante este caserón de Kansas City porque de alguna manera Parker y Gillespie son un trasunto de ellos. Quiero decir que estoy asumiendo este esnobismo de literatura antigua y jazz bebop porque ambas parejas unen a personas diametralmente opuestas en un concepto común. En Virgilio y Horacio, en Parker y Gillespie, parece que el arte se desvincule de las características personales, que nos quiera dar una lección platónica. Parece que quiera fluir hacia delante, escogiendo a personas a voleo sin importarle que tengan que cabalgar juntos hacia Bríndisi o patear una acera en Kansas City sin tener ninguna otra cosa en común.

Charllie Parker Dizzie Gillipie Jazz Música Virgilio

Artículo de Jorge Benítez

(Vilafranca del Penedès, 1977) es licenciado en humanidades, y ha residido en el extrarradio barcelonés y en Madrid desempeñando múltiples oficios. Ha colaborado en diversas revistas literarias. Uno de sus relatos forma parte de la antología Uno más ocho publicada por Reservoir Books.
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