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Página principal > Ficción > Luchar contra el tiempo (Años felices, de Gonzalo Torné)
De Miguel Santolaya En Ficción

Luchar contra el tiempo (Años felices, de Gonzalo Torné)

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Torné escribió Años felices en 2017. Yo lo leí en 2020 y lanzo esta botella al mar recién empezado 2022 en busca de náufragos que quieran acompañarme en este viaje más allá de las imposiciones temporales del mundillo literario.

Hay algo perverso en el circuito de un libro, en la ruta que este sigue desde que se publica hasta que acaba, en el mejor de los casos, abandonado en una caja a la espera de que alguien lo reclame; de que alguien, que quizá ha leído algún otro libro del mismo escritor, se interese por él y pregunte a su librero —si hablamos de un mundo utópico—, que consulte en Amazon —si echamos un vistazo alrededor— si sigue en circulación; de que alguien, levemente afectado por la cercana muerte de su creador, decida darle la oportunidad que no le dio en vida, decida que los royalties, los derechos de autor vayan a parar a manos de sus hijos, de sus nietos, de su albacea, de su editor, de nadie; de que alguien lo suficientemente intrépido —o temerario. O suicida— como para crear una nueva editorial decida apostar sus ahorros a que aquel libro que en su día deambuló encontrará al fin, tras pasar por sus manos, el reconocimiento que sin duda merece. En el peor de los casos, claro, un libro acaba descatalogado, guillotinado, incinerado, exterminado, abandonado, y ni el más audaz de sus posibles lectores del futuro será capaz siquiera de hojearlo.

Hay algo perverso, digo, en el cariño que se le muestra a un libro cuando sale, reluciente, de la imprenta y lo pasean de aquí para allá, de librería en librería, abrazado a un dueño que lo festeja, acompañado de amigos que le hacen creer que es especial, que se venderá como churros, que lucirá  irresistible en al menos la mitad de los hogares españoles —qué digo españoles: hispanoamericanos, mundiales—, que será manoseado en bibliotecas por la otra mitad; cuando le dedican reseña tras reseña en una feliz resaca que parece no tener fin, en una resaca que parece eterna pero que enseguida se descubrirá efímera, insuficiente. Cruel. Porque, ¿qué queda de un libro tras su promoción? Tierra. Humo. Polvo. Sombra. Nada.

En realidad, no: tras su promoción, a un libro le quedan sus lectores. Una vez despejada la bruma de los clientes, de los usuarios, de los posibles compradores, de su potencial target, de toda la fanfarria marketiniana, habrá quien se ponga a leerlo, quien arranque un diálogo con el libro y con su autor ya mutilado de inicio por la inmediatez de sus presentaciones, por la imposibilidad de un encuentro físico que permita el intercambio, el agradecimiento, la estrechez del vínculo. Porque un lector es un detective, un lector es un médico forense que busca respuestas post mortem, que bucea en entrevistas, en reseñas, en presentaciones que se realizaron cuando la tinta todavía estaba fresca y no había sido posible examinarla. El circuito de un libro es un insulto al tiempo, un emblema del capitalismo, un desprecio al escritor, un golpe bajo a la literatura.

Reivindico, pues, el partido de vuelta que merece cualquier creación, el bis que debe tocarse en cualquier concierto cuando por fin el público ha entrado en calor. Vernos, qué se yo, seis meses, un año después, dos, tres, cuatro, y darle la oportunidad al libro de cumplir su ciclo, de dejar un hueco, aunque sea pequeño, para el arte, de que no todo se lo coman los cuadernos de cuentas.

Muchos consideran que Años felices es una novela sobre la amistad. Para mí no lo es: para mí nos habla del tiempo, del devastador paso del tiempo que convierte la alegría de las primeras páginas, la ilusión adolescente, en la desolación de las últimas.

Alfred es el hilo conductor, el catalizador de la historia. Alfred se escribe igual en inglés y en catalán y resulta muy complicado leerlo correctamente, como palabra aguda. Alfréd. Alfréd. Alfréd. Supongo que esto no es casual, que es emblema de la desubicación que sentimos al ver que la novela se ubica en Nueva York y no en, qué sé yo, el Penedés; que tenemos Kevins, Harries, Claires, Jades en lugar de Jordis, Peres, Mireias, Montserrats; que nos avisa de que el lugar no tiene tanta importancia, que la dimensión que realmente interesa es la cuarta. Alfred, en una novela en la que se nombra tanto al cáncer, se entromete como un tumor en la idílica relación que parecen compartir el resto de sus protagonistas, aunque en realidad, como iremos comprobando, ya existen pequeñas grietas, en principio imperceptibles porque deciden obviarse, ocultadas por el vigor de la juventud, por la fe en el futuro y sin embargo constantes, dueñas de una determinación y una voluntad que sus dueños nunca alcanzarán, dueñas de una sinceridad que, como siempre, acaba abriéndose paso. Alfred podría haber sido, perfectamente, el hermano listo que nunca tuvieron Román y Juan, el hermano pequeño que decidió huir de la calle Aribau antes de que todo se fuera al carajo. Alfred. Alfréd. Al-fred. ‘Al fred’ significa ‘al frío’ y allí es donde dirige nuestro héroe a sus títeres. Allí, al invierno, es donde nos dirige el tiempo.

Años felices no nos habla solo del tiempo. Mejor dicho, nos muestra otra versión del paso del tiempo: las relaciones entre padres e hijos: hijos que no quieren ser como sus padres (¿pero quién lo quiere?) y acaban convertidos en una versión decadente de estos, acaban conversando con sus fantasmas para pedirles consejo, para cometer —como mal menor— sus mismos errores; padres que no quieren tener hijos y aún así (ah, la vida) acaban teniéndolos. Años felices nos habla del absurdo fluir de la vida, de la frustrante búsqueda de una motivación suprema.

Hubo ocasiones en que la novela me recordó a Boquitas pintadas, de Puig; pero supongo que principalmente fue por haberla leído justo antes. Me recordó a ella como su reverso, como si darle la vuelta a Boquitas pintadas, o verla a través de un espejo, nos llevase a Años felices.

El estilo es fantástico, como siempre. Encontramos desperdigadas comparaciones ordinarias que rebajan el nivel de la epopeya, que nos recuerdan que no somos más que pequeños burgueses sentados —¿tumbados?— en un sofá esperando que nos entretenga un libro. El juego entre narradores y registros es también muy sugestivo: predominancia de la oralidad, una parte epistolar, unos antepasados (aunque llamar antepasados a una hija y un sobrino nieto pueda parecer excesivo) que se cuentan mutuamente la historia familiar, un narrador «profesional» para el último capítulo de la novela. Parece intuirse también una batalla entre el autor y sus comas, la eterna discusión sobre si mantenerlas o borrarlas, sobre si volverlas a poner, el cambio de parecer en cada relectura que en este caso se soluciona eliminándolas todas —todas las dudosas, claro—. Quizá no fue así, quizá venía decidido desde el principio para evitar un ritmo más pausado que no casara con la velocidad a la que se nos escapa la vida; pero en fin, cada uno vuelca sus propias neuras en lo que ve, en lo que lee. Disfruté también la maestría con la que se va hilando la historia, la sutileza con la que tienen lugar las transiciones entre personajes. Torné, en definitiva, siempre tiene la palabra precisa, la sonrisa perfecta, aunque este refinado pueda a veces provocar cierta falta de frescura.

En fin, es una novela triste. Desalentadora. Nos muestra un futuro que no nos gusta; un futuro que, estamos seguros, nosotros sabremos evitar (spoiler: NO). La novela es nuestros padres, es los padres de los protagonistas, tan convencidos de que su porvenir no tenía nada que ver con aquel. Tal vez por eso se ambienta en otro continente, porque llevamos mejor la distancia que el tiempo, porque queremos sentir todo aquello como algo lejano. Queremos ver la nieve, pero solo de visita.

Torné, que ya prepara su próxima novela, tiene un plan. Un plan que, posiblemente, ni siquiera él conoce en profundidad, pero que se va conformando paso a paso y lo emparenta con autores como Saer⁠1. Está trazando un universo particular, un mosaico cuyas piezas, independientes entre sí, se van mostrando en cada libro, claro, pero también en cada entrevista, en cada texto, en cada conversación —pública o privada—, en cada tuit, en cada sueño. Un mosaico que nosotros, sus lectores-detectives, celebramos cada vez que aparece una nueva pista, un Monsalvatges inesperado. Un mosaico del que nunca tendremos la imagen completa y, a pesar de eso (o precisamente por eso), trataremos de descubrir rellenando sus huecos con otros textos, con otras lecturas, con otras vivencias, con nuestra imaginación. Porque al fin y al cabo eso, y no otra cosa, es la literatura.

1 La editorial Rayo Verde incluye, en el epílogo a su edición de La pesquisa (leedlo, insensatos), una maravillosa conversación entre Piglia y Saer en la que aquel tira a este de la manga acerca de su universo, de sus personajes, de su mosaico, en una demostración magnífica de que la obra literaria de un escritor va más allá —mucho más allá— de lo que escribió, publicó o recitó.

Artículo de Miguel Santolaya

Miguel Santolaya, valenciano, ingeniero técnico en telecomunicaciones (Universitat de València) y graduado por la UNED en lengua y literatura españolas. Ganador del I Premio de Greguerías Fuentetaja (https://clubdeescritura.com/fallo-gregueria/) y finalista en el premio Cosecha Eñe 2018.
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