Hará unos cuatro años que Carlos me explicó la idea que tenía para su novela. Tal vez fuese el mismo día en el que discutíamos sobre Vila-Matas, la necesidad de leer a los contemporáneos, el nombre que íbamos a poner a la revista digital que queríamos montar (y que poco después se convirtió en Kopek) o sobre el procés.
Entre cervezas y vehemencia, me explicó algo sobre un parque de atracciones literario, sobre la falta de pasado de los migrantes (lo que después se convirtió en ese brillante segundo capítulo de la novela), sobre las voces que estaba tratando de encontrar (la del rebelde Jacob Expósito y la del narrador omnisciente que seguiría las peripecias del Comisario). En fin, la verdad es que entendí más bien poco. Me pareció un disparate: «Pero qué cojones me está contando, esto no tiene ni pies ni cabeza». Yo traté de domar tanta creatividad con algún tecnicismo: «¿Pero cuál es el desencadenante?», pregunta que se perdió entre vericuetos mucho más urgentes para poder llevar adelante la idea de la novela.
Ahora, cuando recuerdo esta escena, pienso en lo que el propio Carlos menciona en los agradecimientos: «Hace un lustro, en su despacho de la Universitat Pompeu Fabra, el doctor Domingo Ródenas de Moya me conminó a tratar de unir los dos caminos que exploraba mi primer libro de relatos. Había cuentos a lo barrial y otros a lo marciano, ¿qué resultaría de esa mezcla? Esta es mi demorada respuesta». Precisamente esa mezcla de lo marciano y lo barrial era lo que había tratado de explicarme sin éxito, porque yo, por entonces, no estaba preparado para entenderlo.
Poco después llegó la consabida lectura del primer borrador. Lo empecé con cierto escepticismo, condicionado por nuestra conversación de bar. Pero, para mi sorpresa, el texto enseguida me ganó para su ejército de believers. La novela funcionaba. El cabrón se había sacado de la manga una idea original, fresca, disfrutona y llena de reflexiones pertinentes. Era evidente que se trataba de un primer borrador: había mucho trabajo por hacer, mucho pico y pala y oficio que aplicar, detalles que desarrollar, matices que pulir. Pero el núcleo era muy bueno.
No creo que yo sea capaz de hablar con objetividad sobre el libro de un buen amigo (lo más objetivo tal vez sea el silencio). Pero, como suele decir Carlos, la amistad es más importante que la literatura, así que mejor dejar las cosas claras: no esperen de estas líneas objetividad. Entusiasmo, alegría, sana envidia; eso sí.
Han pasado unos años desde ese primer borrador. Carlos Robles Lucena se arremangó y, como un señor Miyagui literario, dio cera y pulió cera allá donde era necesario. ¿El resultado? Ha conseguido unir con éxito lo barrial y lo marciano. Ha escrito una novela llena de reflexiones heterodoxas sobre la Literatura (merced a la excelente voz de Expósito), donde el Comisario sufre aprendiendo que todo paraíso es un paraíso perdido. Mezcla de voces que permite una relevante lectura política y sociológica que incide acertadamente en la actualidad.
Con toda la ambición literaria, se ha tirado al vacío y ha salido airoso.
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