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De Dolores Labarcena En Creación

Swammerdam, el Bunggi Peloso y la rana

Swammerdam

Al diseccionar los órganos reproductivos de una abeja, Jan Swammerdam se dio cuenta de que el rey era en realidad una reina. El descubrimiento, como todo descubrimiento que se precie, dio sentido a lo que hasta el momento para la humanidad era un sinsentido. Varios siglos después de que los sabuesos de Hécate extrajeran sin contemplación los rancios efluvios del célebre zoólogo y anatomista holandés, intentaré resumir, con el pragmatismo que lo caracterizaba al tomar el escalpelo, la historia de otro simple mortal.

Tsyɔ̃eviwo Ashton, más conocido como Kalenga, nació en el seno de una familia de oradores de la etnia Ewé. Su destino (nunca se aprendió un cuento tradicional de memoria por ser sordo prelingüístico) fue trazado por los sacerdotes de la tribu que lo desterraron de la aldea por estar supuestamente poseído por un vodun o espíritu maligno. Como dato curioso, el maldecido tenía siete años. Erika Ashton, etnóloga norteamericana que lo vio de rodillas en un mercadillo de Togo con un muñequito de tela enterrándole agujas, lo acogió, porque, tal como cuenta ella misma en África: Colonialismo y arquetipos de una expresión artística (Tótem, San Francisco, 1963): «Una infancia sin ilusión es un mañana sin oportunidades». 

A partir de entonces los fetiches que Kalenga hacía (máscaras, falos, lanzas, en fin, figuras antropomórficas y angulares), ella los exponía en museos de medio mundo bajo el título: «Reliquias de una etnia atomizada o percepción de una cultura en decadencia». A finales de los cincuenta, Erika Ashton, que rondaba los cuarenta y carecía por completo de descendencia, adoptó legalmente a Kalenga y se lo llevó a vivir el sueño americano. De ahí que creciera como un gringo más: celebrando el 4 de julio y el Thanksgiving Day.  

A los veinticuatro años Kalenga se casó. A Irina, hija de Mijáilovich Ivanov, un emigrante ruso que trabajaba como mecánico en la Tesla Motors, la conoció en la Escuela para Sordos de California. Esta particularidad, es decir, la sordera de ambos, más allá de ser un hándicap, los hizo consagrarse en la industria cinematográfica entrenando animales exóticos. De esa unión nació Sassy, una niña oyente que dominó desde pequeña tanto el lenguaje de señas como el inglés. El ambiente en que se crio no tuvo muchos decibelios, pero sí una mascota especial, Bunggi: un pastor alemán que trabajó para directores como Hal Warren y Steve Binder. En el sexto cumpleaños del retoño, el cual celebraron en Santa Mónica mientras rodaban Smokescreen, por un error, nunca se supo de quién, el hecho fue que dejaron funcionando la mezcladora de cemento, Bunggi se despidió del plano terrenal y de lo que sería una «película de ciencia ficción donde un cuadrúpedo, un chimpancé y un predicador llegan en un cohete a Marte para colonizar a los marcianos, gente de poca fe», como reza la sinopsis. Precisamente la mezcladora de cemento era el cohete.

Luego del juicio y la suculenta indemnización por parte de la productora Golden Banana Films, el desarraigado Kalenga, que jamás cerró la puerta a las musas, ideó un peluche en honor de la desaparecida estrella mediática: un perro marrón, con ojos rojos, orejas grandes y una chaquetita verde con una etiqueta en su interior donde se lee: ESTO NO ES UN PELUCHE, parafraseando a Magritte. El éxito vino como paleta de helado en el desierto de Atacama. ¿Era un juguete que quitaba el sueño? Francamente el Bunggi Peloso alcanzó notoriedad gracias a los tentáculos de la madre adoptiva de Kalenga, quien, siendo considerablemente rica con todos los chanchullos de marchante de arte primitivo y expresionismo abstracto, vendió la historia a Last Event como maltrato animal, racismo y discriminación de personas sordas. Además de My Little Pony, Barbie y las Cabbage Patch Kids, el Bunggi Peloso fue uno de los juguetes analógicos más aclamados por los millennials en los años ochenta.        

Rebuscando en periódicos de la época, ¡nadie frena la hemeroteca digital de este esferoide oblato!, leí en The Evening Spectator un artículo que asegura que Kalenga se había inspirado en el osito de Margarete Steiff. De igual modo el Hispanic Alert insinúa que el Bunggi Peloso fue una imitación de Doraemon, el manga japonés. Sin embargo, esto no va de plagio. Me senté a escribir porque anoche murió intempestivamente en Los Ángeles Tsyɔ̃eviwo Ashton, según su abogado: «víctima de un resbalón por exceso de aceite de eucalipto en una sauna finlandesa a la que asistía con regularidad». Su hija Sassy, la famosa instagrammer FurryCat78Real lo anunció conmocionada en un podcast a sus cuarenta millones de seguidores.  

De la noticia se hizo eco Google mostrando en la segunda O de su logo un Bunggi Peloso con un lazo negro en la chaquetita. «Es un peluche andrógino, racializado, y sin trazas de origen animal», asegura Mirror82. Mirror82 acaba de desembolsarle a eBay 10137 dólares por el Bunggi Peloso edición limitada de 1986, año de su última fabricación.

Aquí en Cairns, justo en El Parque Cultural Aborigen Tjapukai, hace un día espléndido. Un guerrero, o un actor que interpreta a un guerrero, difícil deslindar la ficción de la realidad en esta modernidad «líquida», toca el ginjungard para un grupo de foráneos, en el que me incluyo. Pensándolo bien, también Swammerdam, el excéntrico y peculiar anatomista le mostró a la humanidad cómo sacarle el corazón a una rana y que siga nadando. No tengo sangre para repetir sus experimentos. Pero si quiere un subidón de adrenalina ensaye sacándole el cerebro. Ya me dirá.

Artículo de Dolores Labarcena

Dolores Labarcena (Santiago de Cuba, 1972). Poeta y narradora. Publicó el cuaderno de poesía Las puertas dialogadas (Editora Abril, La Habana, 2004) y recientemente Tundra (Casa Vacía, Richmond, Virginia, 2018). Ha publicado además las novelas Kruschov (Editorial Verbum, Madrid, 2015), Cachemir (Aduana Vieja, Valencia, 2016), Diario de un Tuátara (Baile del Sol, Islas Canarias, 2018) y No quiero llanto (Editorial Betania, Madrid, 2020). Codirige la publicación digital de literatura Potemkin ediciones. Este fragmento pertenece a la novela inédita Electra y el extraterrestre amarillo. Reside en Barcelona.
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