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De Igor Goienetxea En Creación

Señora, me dijeron

Captura

A Manuel

Señora, me dijeron, buenas tardes.

Los dejé pasar. Me sorprendió que no midieran lo mismo: el enano que llevaba la voz cantante era un par de palmos más alto que el otro. Cuando al día siguiente vi que era al revés y que el enano más silencioso tenía que aupar al otro a la silla, le pedí a mi hijo que hiciera una tabla de doble entrada donde anotar las alturas de los enanos. Los dos primeros días se prestaron de buena gana a ser medidos por mi hija, pero al tercero el enano líder murmuró “Esto nunca sale igual” con un tono bastante desagradable, y al cuarto “Que te midan cada día es como que te deseen la muerte”. No le faltaba razón, así que a partir de entonces los medimos por la noche, después de que se acostaran. Mi hija me dijo que estaba segura de que se hacían los dormidos para sentirse menos violentos. Dejamos de hacerlo en cuanto comprobamos que la altura conjunta de los dos era constante: dos metros y veinte centímetros, más o menos, porque no se mide con la misma precisión a alguien de pie que a alguien recostado y en posición fetal. Un día uno podía estar cerca de los dos metros y el otro contraerse hasta ser una amable miniatura que no alcanzaba el medio metro y que en su pequeñez parecía de porcelana y tenía mejillas de ardiente inocencia, y al día siguiente subir desde el suelo hasta la misma altura, hoscos, con el rostro de una espera temible, como dos hombres que saben que sólo hay pastel para uno.

El primer día les ofrecí té y les expliqué que no teníamos jardín. Si no, me encantaría tenerlos unos días con nosotros. Bebían de la misma taza, y no se la pasaban, tomaban un sorbo, la dejaban en el platito, y el otro la cogía. Sólo pedimos alojamiento y manutención, señora. Comemos los mismo que ustedes y dormimos en cualquier rincón. Tengo que discutirlo con mi marido, les dije, y no llega hasta la noche. Esperamos, me respondieron, y se escondieron detrás de las cortinas.

A mi marido, cuando sonaron sus llaves en la cerradura, no le dejé entrar y se lo expliqué todo en el rellano. En el salón, les dije a los enanos que salieran de detrás de las cortinas. Salieron dando pasos muy cortos, como vasallos avergonzados. Buenas noches, señor, dijeron. Todo lo que preguntó mi marido fue que dónde estaban las barbas. Es verdad, no tenían barba. Sus mandíbulas eran irregulares, llenas de rayaduras y muescas. Nos dijeron que se habían hecho afeitar por un carpintero de Toulosse, que les quitó las barbas de yeso con una radial y un escoplo manejados con bastante poca fortuna. Habían buscado un escultor, pero los que habían encontrado eran artistas de vanguardia, les pedían mucho dinero o estaban interesados en otros proyectos, o vivían en Italia y no querían desviarse tanto. Uno sí se ofreció a afeitarles con la condición de que se presentaran en la Bienal de Milán como obra suya. Lo que les echó atrás fue que se reía espasmódicamente y le temblaban las manos. Mi marido les escuchaba frotándose la barbilla. Eso que para usted es tan sencillo nosotros no lo hemos hecho nunca, señor, dijo el enano apocado. No tenemos barbilla.

Se quedaron con nosotros.

Durante las comidas no hablaban si no se les preguntaba, y aunque se quedaran con hambre, nunca pedían una segunda ración. Sabías que tenían hambre porque se les ponía los ojos rojos y se despeinaban frenéticamente el uno al otro. No les gustaba hablar de su pasado. ¿No se habrán fugado y los buscará la Interpol?, le pregunté a mi marido por la noche, pero mi marido, si yo le decía que no tenía ganas de mantener relaciones, no tenía ganas de hablar, y gruñó algo que no entendí. Sin embargo, al día siguiente, en al comida, les preguntó si tenían referencias de anteriores amos. A los enanos se les pusieron verdes las mejillas. Dijeron que habían estado en algunos de los jardines más selectos de Europa; algunos, podían mencionarlos; otros, no, porque sus antiguos amos les habían exigido discreción, aunque el enano silencioso, que ese día medía cinco centímetros y apenas podía cargar con el salero, reveló con voz de pito que habían estado en una villa al norte de Italia, propiedad de un famoso actor norteamericano; el otro enano, que llevaba muy mal la altura y se azulaba de vértigo, lo reconvino con una mirada, y el enano deslenguado se levantó y se escondió tras las cortinas.

Lo de esconderse detrás de las cortinas lo hacían en circunstancias variadas: como penitencia cuando cometían lo que consideraban un error, avergonzados si caminábamos desnudos por el salón, o cuando en la televisión daban los deportes. Su vida había sido, sobre todo, de exteriores, y se aclimataban a nuestra vida muy despacio. Se acostaban muy temprano en el sofá-cama, y si nosotros nos quedábamos a ver la película de la noche, el fulgor de la pantalla envolvía sus caras toscas, y nos olvidábamos del programa y pasábamos largos ratos viendo sus rostros contraídos por un extraño arrepentimiento. Dormían casi abrazados, uno frente al otro.

Una noche me levanté a beber agua. Nuestro hijo pequeño estaba en la puerta del salón. Quería presenciar el momento en el que uno se encogía y el otro se alargaba. Le envié de vuelta a su dormitorio y le prohibí que volviera a levantarse, pero me apoyé sobre el quicio y estuve un rato mirando a la oscuridad pacífica del sueño de los enanos.

Se duchaban juntos y tenían mucho cuidado de siempre llevar en nuestra presencia sus trajes, llenos de dobladillos y lorzas que desplegaban cuando crecían. Eran políglotas, aunque su dominio de los idiomas era variable. Dependía del tiempo hubieran pasado en cada país, y de las ocupaciones de los dueños de los jardines. Por ejemplo, explicaban que en danés podían mantener conversaciones sobre Honegger y Hindemith, porque en Copenhague habían vivido, en un jardín muy descuidado, con un musicólogo que a menudo invitaba a otros colegas del conservatorio, pero eran incapaces de pedir un café o de preguntar por el hospital más próximo. “¿A usted le gusta la música, señora?”, me preguntaron. “Sí”, dije. Me quedé un momento callada. “Me hubiera gustado estudiar Bellas Artes, pero entonces no todo el mundo podía”. Me sonrieron bondadosamente. Me dieron ganas de cruzarle la cara a mi marido.

En valón podían decir: ¿Quedan cacahuetes?, y de vez en cuando se la decían, y se reían entre dientes, maliciosamente, nunca entendimos por qué. Pero en francés, y no digamos en italiano, eran capaces de expresarse con mucha corrección, y uno de ellos había compuesto algunos poemas. Nos declamó uno, muy serio y recto, subido en una silla. No entendí nada. Mi hija mayor me dijo que trataba sobre hombres vivos que duermen bajo tierra y hombres muertos que dirigen el tráfico.

En Francia hay muchos castillos, decían, sin la menor sombra de arrogancia.

Por norma general, los enanos itinerantes no mantienen correspondencia con antiguos amos, siempre debemos mirar al frente, explicaba uno, pero en cierta ocasión, antes de que nos conociéramos, recibí una invitación para asistir al matrimonio de la hija menor de los dueños de un chateau en el que pasé una primavera y un verano, y mis amos de entonces me dieron el fin de semana libre e incluso me acompañaron a la estación del tren. La boda fue magnífica, había decenas de invitados, yo llevé los anillos, y la señorita estaba preciosa, concluía.

En sus ojos relumbraba la insinuación de una lágrima.

Un día, al poco de instalarse en el salón, regresé de la compra, y saludé al entrar en casa. Nadie respondió, y me extrañó porque nunca salían a la calle, pero entonces no sabía tanto de sus costumbres. Coloqué las cosas en la nevera y en la despensa, y me puse a pasar la aspiradora por la casa. Al entrar en el salón, donde estaban instalados, vi sus zapatos asomando por debajo de las cortinas, algo confuso, como he explicado, y no les pregunté nada. Seguí pasando el aspirador y al acercarme a la ventana escuché el sonido intermitente de un sollozo. Aparté las cortinas. Tenían la cara llena de mocos y a punto de reventar de la vergüenza. Se habían hecho sus necesidades encima. Los cogí de la mano y los llevé al baño, les ayudé a desvestirse, pero me impidieron que les quitara la ropa interior, que era extraña, hecha de muchos retazos, y siguiendo un corte antiguo, pero muy limpia. Se metieron en la bañera, terminaron de desnudarse detrás de la mampara y se ducharon solos, mientras les traía mudas de sus hatos.

Al parecer, por lo que me expusieron, sin mirarme a la cara, los enanos orinan dos veces a la semana y defecan una, pero precisamente por estar habituados a la intemperie, nunca se habían tenido que preocupar. En una casa como la nuestra, un piso corriente, no sabían qué tenían que hacer. A nuestras espaldas, habían llegado a la conclusión de que la pieza que llamábamos cuarto de baño era donde nosotros hacíamos nuestras necesidades, y aprovechando que no había nadie en casa, habían entrado e intentado usar el inodoro, sin conseguirlo. Quisimos enseñarles a usarlo, pero prefirieron, si no era mucha molestia, que uno de nosotros los acompañara a la calle cuando fuera necesario. Ya sabía que esto no era buena idea, murmuró uno de ellos, después de ducharse, al volver al salón. Me sentí herida en lo más vivo porque los tratábamos como a dos más de la familia, y sólo por ofenderles por las noches ordenaba a mi hijo: «Mira a ver si hay que sacar a los enanos a mear», hablando bien alto para que me oyeran.

Mi marido salía con sus amigos de copas las noches que tocaba partida de bridge en casa. Esta noche os venís con nosotros, les dijo durante una comida. Los enanos rechazaron la invitación, porque no bebían alcohol y les gustaba recogerse pronto, pero mi marido insistió. Volvieron a las cuatro de la mañana. Uno de los enanos tenía los labios partidos y la cara adoquinada de moratones. En urgencias habían tenido que darle cuatro puntos con Aguaplast. Pero, ¿qué ha pasado?, pregunté. Mi marido no quería ni hablarles, pero en la cama reconoció que sus amigos se habían pasado con ellos. “Durante una partida de dardos, los enanos formaron equipo y enseguida adelantaron al equipo rival con una ventaja que casi hacía innecesario seguir jugando, al menos si uno jugaba para ganar. ¿Quedan cacahuetes? ¿Ya no quedan cacahuetes?, decían, pero en castellano, no en valón, y se doblaban de la risa. Uno de los amigos de mi marido, un tipo con muy mal beber y muy violento, me preguntó qué significaba lo de los cacahuetes y no se creyó que no lo supiera. Pensó que se burlaban de él y que yo les encubría, y fue a por ellos”.

Los enanos no se defendieron, tal vez por una de las extrañas reglas de cortesía que rigen su vida. Se dejaban golpear y uno protegía al otro, hasta que les llamó maricones. En ese momento, uno de los enanos se apartó, se refugió detrás de la máquina de tabaco, y empezó a mermar, y el otro creció medio metro en un segundo, y en tres había reducido al borracho. No me iba a poner en contra de mis amigos, acabó mi marido en la oscuridad. Me hice la dormida porque no me apetecía tener relaciones con él, y cuando se puso a roncar me levanté. En el salón la luna caía sobre los bultos de los enanos, porque dormían con la persiana subida. Noté que estaban despiertos y susurré: «Aún quedan cacahuetes». Hubo un momento de silencio y una respiración aliviada. «Gracias», musitaron.

Durante seis meses, los enanos vivieron con nosotros, pero nunca más volvieron a salir con mi marido. Si había partida de bridge, se sentaban en el sillón y pasaban horas mirando fijamente a la pared. Ayudaban a mis hijos con los deberes. Uno de ellos, el enano tímido, tocaba el clarinete y supervisaba los forcejeos de nuestro hijo pequeño con la flauta. El otro, el que había escrito los poemas en francés, hacía las redacciones con nuestra hija mayor. Se sentaba y fruncía la cara mientras escribía con dificultad para coger el bolígrafo. Mi hija se hacía las uñas, mientras tanto, lo que no me parecía nada bien, pero me acordaba de lo mal que lo pasé con el francés cuando iba al instituto y no tenía corazón para reprocharle algo que yo no había sido capaz de hacer. En una reunión escolar su profesora me dijo: «Señora, su hija escribe como Françoise Villon». Hablaré con ella, respondí, porque supuse que eso no era bueno y que nos habían descubierto, pero estoy segura de que adivinó que no conocía a ese escritor. No sé por qué, todo el asunto de las redacciones en francés me hizo pensar en qué edad tendrían los enanos y si sus padres estarían aún vivos. Durante una comida, entre cucharada y cucharada, les pregunté cuándo era su cumpleaños y cuántos años iban a cumplir. Sus caras de cemento parpadearon. No era que no quisieran responder, es que ni sabían de qué les hablaba, igual que si a mí me preguntaran si prefiero cabalgar con silla o a pelo. Se miraron e hicieron ademán de correr detrás de las cortinas, pero les dije que no pasaba nada y se tranquilizaron y siguieron comiendo de su único plato. Mi hija bufó con sorna. Estaba despechada desde que prohibí al enano ayudarle con el francés, y se sentaba a comer con camisetas muy ceñidas, para provocar a los enanos.

Su estancia acabó bruscamente al comienzo de la primavera. De la noche a la mañana, el enano portavoz empezó a desarrollar un carácter esquinado. Le sorprendí hurgando en el botiquín y al verse emboscado, se desordenó el pelo y dijo que tenía hambre. Le enseñé la alacena. Cuando quisiera, podía coger lo que necesitara. Pero a la primera de cambio, en cuanto pensaba que nadie le vigilaba, volvía al baño a por paracetamol o píldoras contraceptivas. Daba golpes en la mesa con la mano abierta. Protegía con el brazo el plato de la comida, y se enojaba si yo trataba de poner al otro enano su propio plato. Se escondía detrás de las cortinas y se le oía reír con la voz de un conspirador. Nos dimos cuenta de que ya no cambiaban de estatura. El enano portavoz siempre tenía altura humana, y su semblante parecía el de un príncipe eslavo, iracundo y feliz de estar en el destierro.

Cuando no era presa de sus cambios de humor, paseaba por el salón y en su camino elástico era como si pronto fueran a llegar noticias con el resultado de una batalla. Alguna vez, cuando estaba con mi marido en la cama, me sorprendí pensando en el enano principesco, con la mirada humedecida en todos los países de Europa, y me estremecía imaginando sus manos enlucidas sobre mi cara. El otro enano desmejoraba, se quedaba flaco y amarillo; no participaba de las conversaciones y sonreía débilmente cuando nos dirigíamos a él. Fue este enano el que un día se metió en la bañera mientras me duchaba. No chillé. Su cara inspiraba lástima, era completamente inocuo, y estaba tan demacrado y recortado que podría haberlo aplastado con el pie. Me pidió perdón, dándome la espalda. Había decidido abordarme en el baño porque sólo así podría hablarme fuera de la vigilancia del otro. Es esta vida que llevamos, dijo. No es culpa de nadie. Nosotros estamos habituados al exterior, al césped, a la lluvia sobre la cara. A que de vez en cuando nos cosan con yeso alguna grieta. Todo esto es nuevo para nosotros. Sólo queríamos cambiar de vida. Intentaron desanimarnos diciéndonos que otros lo habían intentado antes y habían fracasado. Pensamos que sólo querían retenernos, pero tenían razón. Tenemos que irnos. No sé cuánto tiempo me llevará convencerle, pero tiene que pensar que lo hace por mí, porque no entiende que está desquiciado.

Le costó sólo una semana. A la vuelta del mercado, un día los encontré sentados en el sillón. Austeros, vestidos con sus trajes llenos de pliegues, dispuestos a recibir malas noticias. Se levantaron y me rodearon en el vestíbulo. Les escuché con las bolsas de la compra en vilo. Fue el enano alto quien habló, y a veces miraba por el rabillo del ojo al enano consumido, que no levantaba la vista del suelo y tenía las manos trenzadas por debajo del vientre. Su voz de príncipe que morirá intentando recuperar el trono todavía me ponía nerviosa.

Señora, me dijo, sentimos mucho todos los inconvenientes que hemos podido causarles. Hemos sido muy felices con ustedes. Tenemos que irnos de inmediato. Despídanos de su marido y de sus hijos.

Cuando salgo a pasear, miro en los jardines que me encuentro y espero ver a los enanos itinerantes, tiesos entre parterres. Sé que no se pondrán en contacto con nosotros, pero me gustaría saber que son felices.

«Señora, me dijeron» forma parte del libro de relatos TODO EL MUNDO PUEDE VERNOS de próxima aparición de Témenos Edicions.

Relatos

Artículo de Igor Goienetxea

(Donostia, 1973). En los cuentos de animales de Horacio Quiroga sospechó por primera vez que la literatura era mucho más de lo creía. Después de la asfixia y el amor y la violencia elementales de esos cuentos ya no bastaban el entretenimiento ni los ornamentos. Hace más de treinta años que no los lee; es más seguro así. Cree que Morrissey se equivoca cuando dice que "there's more to life than books, you know, but not much more". Pero, con libros, la vida (con v minúscula, el retazo de vida concedido a cada uno), es mas fresca y amena. La suya, al menos. Ha aprendido, o va aprendiendo, a inclinar la cabeza ante la Vida, que no es lo mismo que agacharla. Después de la obsesión, llega o puede llegar el amor libre. Quiere pensar que su relación con la literatura, y con otras cosas que no son literatura, tiende a ser así.
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